Ramón llegó corriendo hasta el rincón de la Calle Policarpo donde
siempre jugábamos a Un dos tres pollito
inglés. Era sábado y no teníamos cole. Estábamos casi todos los de la banda
del barrio y esperábamos que de un momento a otro nos llamaran para comer.
la edad de la inocencia #1
lol@mento
- ¡Corred, venid! -dijo jadeando- nuestras madres están llorando;
están todas en la puerta de la Ramona.
Debíamos estar casi todos los niños y niñas de la banda. Teníamos entre
siete y diez años; Nos precipitamos calle Arroyo Alto abajo para averiguar
lo que había pasado. Y allí estaban, a la altura de la peluquería de
Mari Carmen. Un corro de mujeres, entre ellas mi madre y las de varios de los
otros, llorando y exclamando con dolor, como poseídas por una locura colectiva.
Fuera de aquella piña de mujeres, dos mujeres asistían y abanicaban a una
señora gorda tirada en el suelo que agitaba piernas y manos, al tiempo que gemía,
-Criaturica-. Era la Juani de la Montoya.
Ver a todas aquellas mujeres llorar, abrazadas entre ellas,
consolándose las unas a las otras nos dio miedo. Nadie se atrevió a acercarse; ¿pero
qué estaba pasando?, ¿qué había dentro de aquel circulo cerrado a cal y canto
que no dejaba ver lo que ocultaba?
Algunos nos agachamos para intentar ver entre las piernas de nuestras
madres. Era imposible; No dejaban de moverse. De repente una de ellas, una
abuela de cabellera blanca que aún llevaba los bigudíes dentro de una
redecilla, abandono el grupo alejándose a toda prisa en dirección a la
peluquería. En ese momento, y por el hueco dejado, pudimos ver un manojo de
trapos mugrientos extendidos en el suelo con un bulto azulado en el centro.
-¡Es un muñeco!- Exclamó Carlota, la niña gitana que desde hacia
algunos meses se había mudado, con sus padres, abuelos y ocho hermanos, a una
casa inmensa que daba a la parte trasera de mi casa
-¡Qué tontas! ¿Por qué lloran por un muñeco?- soltó otro de los niños.
Muerta de curiosidad di varios pasos adelante y me ajusté las gafas de
culo de vaso que llevaba desde hacia solo unos días. Mi falta visual no me
impediría perderme aquello –pensé- . Me acerqué aún más, hasta que casi podía
oler la bata de una vecina a la que apodábamos la John Wayne por su
renqueo andrógino al andar. La John
Wayne no había tenido ni tiempo ni de calzarse, y ahí estaba, sollozando
descalza en medio de la calle. Al notar mi presencia, me agarró por la cabeza y
la llevó hacia su vientre, apartándome así mi vista de aquella escena no apta.
El olor a lejía de su delantal me asfixiaba. Me agaché con un gesto
rápido y me liberé. Corrí hacia mi madre que estaba abrazada a la Paquita del
Papaoso. No se dio ni tan siquiera cuenta de mi presencia. Allí, junto a ella,
frente a aquel trapo ennegrecido por el barro, yacía tumbado sobre su lado
derecho, un muñeco azulado, con las manitas juntas y las piernecitas gorditas
llenas de pliegues como los del Nenuco que los Reyes Magos habían traído a mi
hermana Paqui. Una cinta, también azul, le salía del ombligo y se enmarañaba
entre sus piernas. En su cadera izquierda se dibujaba una gran mancha azul
oscura y violeta, casi negra y todo él estaba sucísimo. Di un paso hacia
adelante, intentaba tocarlo, pero un brazo fuerte de hombre me atrapó;
levantándome al vuelo me sacó de allí;
Las horas que siguieron hasta la siesta las pasamos encerrados en
casa, pero desde el balcón pudimos ver la calle abarrotada de gente. Se oían
las sirenas, pero los coches de policía no podían llegar hasta el muñeco.
Esa misma noche, mientras cenábamos, los mayores hablaron de él. Mi
hermano mayor decía que, a eso de las doce del mediodía, cuando los hijos
mayores de La Piconera volvían del campo de cazar pajarillos como cada fin de
semana, habían creído ver a lo lejos, cerca de la ciénaga que se formaba junto a la obra de canalización de
residuos, a la mujer que vivía en la casa del cerro. Que se había parado frente
al pestoso canal y que había arrojado un bulto.
Aquella mujer era desde hacia unos meses la comidilla del barrio.
Llegada de no se sabia donde, sola, con sus tres hijos, se decía que su marido llevaba
tiempo en la cárcel y no tenían donde caerse muertos. Se habían instalado en
una casa a la subida del cerro; solo tenía una cocina-comedor y un dormitorio.
Estaba sin terminar de construir y ni siquiera tenía luz. Por las noches, se veía
a través de la ventana, las siluetas del interior bailando al ritmo de la llama
de una vela.
Las vecinas la ayudaban a veces dándoles comida para los hijos, la
mayor de los cuales estaba en nuestro colegio, admitida por caridad de las
monjas del convento de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Esa niña era
muy rara y las compañeras le hacíamos el arco en el recreo. A su madre se la
criticaba de falta de atención a sus hijos, a la luz de su buen aspecto físico
desde hacia un tiempo, mientras que sus niños estaban escuálidos y ojerosos.
Los chavales, -seguía contando mi hermano Felipe-, llegando a la
altura donde habían visto a la mujer, no habían podido resistir la curiosidad
de pararse a mirar. Uno de ellos, había bajado al fango y encontrado el bulto
arrojado por ella. Con un trozo de madera y una rama encontrada en el suelo, -seguía
contando-, había hurgado entre el manojo
de trapos hasta dar un grito. Lo había recogido y a gritos de “Hija de P’… lo
que sigue” y de “P’…. lo que sigue”, habían llevado el bulto hacia la calle
Corredera y lo habían dejado en el suelo para que todo el mundo lo viera. Después
se quedó callado, todos callaron hasta el final de la cena.
El lunes llegó, y aquella niña
no vino a clase. Poco tiempo después supimos que, siguiendo los pasos de su
marido, la atroz madre, había entrado en prisión y que habían llevado a sus hijos
al hogar de acogida de la calle Santa Engracia.
Hace poco, recordando aquel suceso con mis hermanas, me enteré de algo
de lo que no tenía ningún recuerdo. Resulta que tras aquel suceso, vine a ver a
mi madre y le pregunté:
-Mamá, si no lo querían, ¿por qué no nos lo han dado a nosotros?
lolipop attitude
lol@mento
A la niña que fui, y que no ha cambiado mucho.
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