8, VIA NUVOLONI

Sonaron siete campanadas en la cercana Basilica de San Basilio. Fuera, la noche llegaba negra y fria. El ronco aullido del viento golpeaba con fuerza las contraventanas del gran balcòn. Dentro, Zowy-lu, el pastor alemàn de los Fabricatore, daba vueltas al sofà en la penumbra del salòn. Acababa de oler la desgracia.
Sin esperar a que su ama abriera del todo la puerta, le diò un zarandeo y saliò como un rayo escaleras abajo. Desde el rellano del tercero, la señora Albertina lo llamaba con voz cansada al tiempo que golpeaba el suelo, con el bastòn que completaba su pierna izquierda.

- ¡Dichoso perro!, ¿donde se habrà metido? – decia la anciana acompasandolo con el toc-toc sobre el gres del tercer piso.

Llamò al ascensor y se asomò al borde de la barandilla en su busca. Los ladridos del perro sonaban fuertes. Alli estaba, en el rellano del segundo, olfateandolo todo. Entre idas y venidas del segundo A al segundo C, y de ahì al B, ladrando, con el rabo caido. Veinte peldaños mas arriba la señora tomaba el ascensor para bajar a buscarlo. De repente, al abrirse la puerta, su ama se agarrò el pecho mano sobre mano; paliceciò. El animal, tumbado frente a la puerta del segundo C habia dejado de ladrar. Lloraba.

Una hora mas tarde, en aquel apartamento, una rubia de bote, con barriga de siete meses, daba dos arcadas antes de ponerse la mano en la boca y correr hacia el fregadero. No llegò a vomitar, pero abriò el grifo y doy un repaso a los bordes de aluminio. Era una mujer alta, 1,78 en zapato plano, de ojos castaños con ligero estrabismo. Una placa brillaba en su solapa. Descansò un par de minutos al lado del horno. Junto a éste habia una mesa redonda de cuatro plazas, pero solo dos sillas. Aprovechando la pausa, husmeò en varios de los armarios de aquella gran cocina Uno, dos, hasta tres de ellos revisò, y en todos ellos lo mismo: vacios. Solo en uno encontrò trés vasos de duralex algunos platos blancos y una taza sin su platillo. De pronto, apoyandose en la mesa y agarrandose el vientre con la mano derecha soltò un gemido seguido de cuatro respiraciones fuertes.

- ¿Flavia? ¿Estàs bien? – una voz de hombre la interrogò desde el salòn.
- Fuuu-uuuf-fuuu-uuuf-fu… si, no pasa nada Marco… Fu-uf-fu… estoy bien, gracias, -siguiò resoplando.

Volviò al salòn. Habia un hombre joven. El tambien lucia una placa, pero la llevaba colgada del cirturòn. Vestia un elegante traje Emporio negro, camisa blanca y una calvicie prematura. Estaba tomando huellas de un ordenador portatil sobre el escritorio. Junto a éste, solo algunas cartas sin abrir y unas facturas dispersas. El resto, limpio y ordenado. El joven levantò la mirada y a continuaciòn el pulgar de su mano izquierda, enfundada en plastico transparente. Ella asintiò, y con un ligero movimiento de cabeza, mostrò a su compañero que tenian compañía. Al fondo del pasillo, largo y vacio, cuatro ojos les observaban. Se girò y echò a andar arrastrando un poco los pies hasta llegar a la puerta de entrada del apartamento, donde se parò y repirò hondo. Rebuscò en los bolsillos de su chaqueta y sacò un cuaderno.

- ¿Dice que no ha oido nada estos dos ultimos dias?... ¿Seguro?
- Nada, se lo aseguro. A él lo vimos irse hace varios dias, ¿verdad Zowy-Lu? Si, debiò ser el domingo. Eso creo. Pero a ella no la hemos cruzado. Es muy guapa sabe…¿ eh Zo… ? ¿Perdone señorita pero, le ha pasado algo a Vanina?
- Lo siento pero… -, balbuceò - No le puedo decir nada màs… salvo, gracias. La llamaremos si necesitamos preguntarle algo màs.
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